Manuel Ibáñez Escofet (Tele/eXpres, 6-12-1973)
Hoy mi “Punta seca” va a ser larga. Más que un grabado breve e incisivo, será una litografía de dimensiones considerables. Porqué el hombre y el tema lo merecen. Siempre he tenido un enorme respeto por la inteligencia, por la libertad de espíritu, por la agudeza y la independencia. En un país de espeso censo y de falsos valores con más o menos tendencia a la inclinación –la cantidad de escoliosis morales es espantosa– encontrar un tipo alegre, libre, cultivado y ferozmente dueño de sí mismo, es un don de Dios. El hombre que responde a esas características acaba de morir. Se llamaba Eugeni Xammar. Siento en el alma no haberle visto en los últimos meses de su vida. Me advertían: “en Xammar s’acaba”, pero las ocupaciones, esa terrible hipoteca del tiempo que sufrimos, me impidió gozar por última vez de su compañía incomparable, de su franca y abierta conversación, de su descarado análisis de los hechos –ser descarado es una virtud, sobre todo cuando la hipocresía y el convencionalismo, las frases hechas y el excesivo respeto destruyen todo lo que el hombre tiene de importante–. Eugeni Xammar era una fuente inagotable de amistad, de fuerza, de grandeza moral. Sólo los enanos no podían entenderle.
“Como tantos otros, fue una víctima del incoherente, caótico y desabrido siglo XX”
Es cierto que no encajaba con el mundo que vivimos, pero él sobrepasaba la medida del tiempo. Era la individualidad prodigiosa que sólo aparece de vez en cuando. Diríamos que era un contestatario, pero así como el contestatario de nuestros días es gritón, incómodo y maleducado, Xammar era un contestatario suave, dialéctico, sonriente, profundo, dueño de todos los recursos de la crítica. Xammar, que en realidad pasó públicamente sin pena ni gloria por un sensato y extraño sentido del ridículo, entroncaba, sin darse cuenta, con todos los grandes espíritus del nuestra civilización. Si hubiera vivido en el siglo XVIII Eugeni Xammar sería una cita obligada tanto de eruditos como de aprendices de intelectual. Pero Xammar, como tantos otros, fue una víctima del incoherente, caótico y desabrido siglo XX. Xammar que, ciertamente, no deja una obra, fue un regalo para el espíritu de sus amigos. Hace poco hablábamos de él con Manuel Aznar, quien le tuvo de corresponsal en Alemania cuando era director de “El Sol”. Ante el nombre de Xammar, los ojos vivos de Aznar se animaron, porque Aznar también podía entenderle.
Una tria d’Anna Ballbona (@Aballbona)