(LA PUBLICIDAD. 17 de setembre de 1917)
Nuestro compañero Eugenio Xammar, pocos días antes de salir de Londres, visitó la flota británica: hasta ahora no hemos recibido de la censura del Almirantazgo la impresión de esta visita.
Los fantasmas
En uno de esos trenes ingleses sin rival por su comodidad y limpieza salimos de Londres una noche a las diez. A la mañana siguiente amanecimos en Escocia; a las ocho estábamos en Edimburgo y, dos horas más tarde, mis compañeros de viaje, noruegos, suecos, holandeses e italianos y yo, salíamos de la ciudad en automóvil. Nuestro guía era un capitán de la marina de guerra británica. Íbamos a visitar la gran flota, o por lo menos lo que hubiera de ella aquel día en F. (Designaremos el lugar con una F. para entendernos.)
Ese lugar, de cuyo nombre nos acordamos perfectamente, soberbio refugio que la naturaleza ha hecho fácilmente protegible, es una de les grandes bases navales de la Gran Bretaña. En la vasta y profunda ría, diez, veinte, cincuenta flotas como la inglesa encontrarían cómodo emplazamiento. Y además de cómodo, segurísimo, tan seguro contra las tempestades como contra el enemigo. En F. las unidades de la gran flota, dreadnoughts [un tipus de vaixell de guerra cuirassat predominant durant el segle XX] y cruceros de batalla, cruceros ligeros, cazatorpederos y submarinos descansan… cuando pueden. De aquí salen para cumplir sus arriesgadísimas misiones en alta mar y aquí vuelven una vez la misión cumplida. A veces la rada está casi desierta; otras veces, aparece poblada de buques infinitamente numerosos y diversos, como en el día de nuestra visita.
Al dejar los automóviles y dirigirnos al embarcadero donde nos esperaba un destroyer [buc de guerra ràpid] puesto a nuestra disposición por las autoridades del Almirantazgo, el espectáculo de las innumerables naves de todos los tamaños ancladas en la ría nos deja a todos suspensos. ¿Eran cien, doscientas, más? Nos parecían incontables.
Nuestro destroyer avanza, pasa entre dos hileras de cruceros, gira en torno de los grandes dreadnoughts. Avanza todavía más y el espectáculo cambia por completo. Diríase que estamos visitando un gran puerto comercial y no el más importante de los puertos de guerra. Transportes de todos tamaños cargan y descargan activamente cajas, fardos y bocoyes. Estamos entre la gran flota mercante militar sin la cual la actividad, la vida de la flota de guerra sería imposible. Uno de los oficiales nos dice:
– El movimiento de buques mercantes de este puerto es, desde que empezó la guerra, importantísimo. El aprovisionamiento de la flota por si sólo requiere ya un número considerable de transportes. Pero esto no es nada al lado de los que hemos necesitado para traer aquí los materiales destinados a la construcción del puerto.
– ¿Dice usted?
– Digo de la construcción del puerto, sí, señor. F. es una base naval desde hace tiempo. Pero el puerto que usted ve es una obra ejecutada, casi en su totalidad, durante la guerra. En 1914 se estaba llevando a cabo la primera parte de un plan de trabajos que debía quedar terminado en 1920. Vino la guerra y a mediados de 1916 estaba hecho lo que debía terminarse en 1920. Las obras que están ahora en curso de ejecución, son adiciones y extensiones en las cuales ni tan siquiera se había pensado hace tres años.
Nos quedamos perplejos. ¿Necesitarán los hombres del estímulo de la guerra para trabajar?
Pero henos aquí de nuevo entre los acorazados y cruceros innumerables. A medida que vamos pasando, los oficiales nos dicen los nombres de los buques y las acciones en que han tomado parte. Este sufrió averías en Heligoland, ese estuvo en la batalla de las islas Malvinas, aquel en la de Jutlandia, el de más allá en los tres sitios. Pero entre todos los buques hay tres hacia los cuales los marinos ingleses llaman nuestra atención una insistencia en la que se mezclan el orgullo y la ironía. Son el “Lyon”, el “Tiger” y el “Warspite”. ¿Tres acorazados? No, tres fantasmas. Porque los acorazados que llevaban estos nombres yacen en las misteriosas profundidades del mare del Norte.
Fueron echados a pique por los comunicados alemanes.
A bordo del “New-Zeeland”
Algunos días después de la batalla de Jutlandia apareció en el “Times” una carta interesantísima de un capitán de caballería que, desde el puente del “Tigre” (uno de esos buques hundidos por los alemanes que, por fortuna, gozan de buena salud) había sido testigo del gran duelo naval. Ante todo el lector querrá saber por qué un capitán del ejército, un capitán de caballería nada menos, se encontraba en la batalla de Jutlandia. Vamos a explicárselo. El capitán, durante un permiso, había obtenido autorización para hacer una visita a su hermano, oficial de marina, que prestaba servicio a bordo del “Tigre”. Y mientras ambos hermanos platicaban en la cámara de oficiales ante sendos whiskys, llegó con la orden de hacerse a la mar inmediatamente, la noticia de que el enemigo había salido por fin de su escondrijo. No hubo tiempo de mandar a tierra al visitante y a las pocas horas nuestro oficial de caballería se encontraba pasivamente metido en la más formidable de las batallas navales. A la vuelta escribió al “Times”, como hemos dicho, sus impresiones. Y el final de su carta era este: “Ahora que me encuentro de regreso sano y salvo, me declaro satisfechísimo de lo ocurrido. Pero no me quedan ganas de presenciar ningún otro combate naval. Prefiero la tranquilidad y el confort de las trincheras de primera línea.”
La historia del capitán de caballería que después de haber asistido a la batalla de Jutlandia encontraba en las trincheras de primera línea lugares cómodos y apacibles, vino a nuestra mente cuando el destroyer en que íbamos, amarró al costado del “New-Zeeland” y el capitán nos dijo:
– Vamos a subir.
Subimos. Lo primero que nos enseñan mientras atravesamos el espacioso puente, es una placa de acero y bronce incrustada en el muro de una de las torres. En ella se leen tres nombres: Heligoland, Dogger Bank, Jutlandia, tres batallas, tres victorias. El “New-Zeeland” estuvo en las tres. Debajo de la placa conmemorativa hay la prueba material de los servicios prestados por el “New-Zeeland”: un pedazo de coraza que le fue arrancado por un proyectil alemán en uno de aquellos tres combates.
De todos los buques de la flota ninguno ha combatido más y con más heroísmo que el “New-Zeeland”. Y de ello están satisfechos y orgullosos todos, porque el “New-Zeeland” fue regalado a la marina británica por Nueva Zelanda. Es este acorazado el símbolo naval por así decirlo (las tropas canadienses, australianas y nuevazelandesas que luchan en Francia son el símbolo militar) de la unidad del Imperio británico. Las cualidades marineras del pueblo inglés no se pierden, por lo visto, aunque la raza cambie de clima y de hemisferio.
La inspección del “New-Zeeland” desde las torres hasta las calderas (con un paréntesis en la Cámara de oficiales para gustar unas copas de excelente jerez, vino que goza de gran prestigio entre la oficialidad de la flota inglesa) dura más de dos horas, en el curso de las cuales el recuerdo del capitán de caballería que fue héroe por fuerza, no dejó de causarnos cierta inquietud. Por fin, sin sobresaltos, llegamos de nuevo al puente.
Curioso espectáculo. La cubierta que encontramos despejada al llegar, bullía ahora con el ir y venir y la charla de centenares de hombres ascadamente uniformados en traje de fiesta. En el centro del puente se levantaba un entarimado, alrededor del cual había dispuestas varias hileras de sillas. Hacia el “New-Zeeland” afluían de todos puntos botes a remo, canoas automóviles y remolcadores. Por dos escaleras distintas iban llegando sin cesar marineros y oficiales. Preguntamos qué ocurre:
– Esta tarde se celebran aquí los partidos finales del campeonato de boxeo de la gran flota –nos dicen. Las cualidades sportivas de nuestros hombres continúan inalterables.
Es cierto. Y para muchos de ellos la guerra no es otra cosa que un sport, algo más arriesgado que los otros.
Una anécdota
La llaneza y cordialidad de los marinos son proverbiales. Son cualidades del oficio que los ingleses poseen en grado superlativo, no por el hecho de ser ingleses, sino porque son más marinos que nadie. Si alguien nos preguntara si los marinos ingleses son más inteligentes (muchos de ellos, indudablemente, son hombres inteligentísimos y de gran cultura) contestaríamos que lo que en ellos cautiva desde el primer momento, más bien que la inteligencia de algunos o de muchos, es la simpatía de todos. Diríase que para navegar, para esa vida de alejamiento y de peligro, hace falta carácter más que inteligencia, más que cabeza, corazón.
Corazón. Hablamos, mientras transcurre animadamente la comida a bordo de un viejo crucero desmantelado, con uno de nuestros vecinos de mesa, un segundo teniente que apenas tendrá veinticinco años. Conoce la costa mediterránea de España y habla con entusiasmo (los anglo-sajones, contra lo que comúnmente se cree, son muy capaces de entusiasmo) de nuestro cielo y de nuestro mar azul. Muy agradecidos, nosotros procuramos, sin embargo, llevar la conversación por otros derroteros. Empresa difícil, porque esos hombres son como niños bien educados y se niegan, con mil excusas y casi ruborizándose, a hablar de sí mismos. Nunca, nunca, ni por casualidad, han visto o han hecho nada de particular. Nosotros insistimos:
– ¿No se ha encontrado usted en ninguna acción desde que empezó la guerra?
Como quien no quiere la cosa, nuestro teniente se había encontrado en todas partes. En Heligoland a las órdenes del Comodoro Tyrwhitt, el héroe del “Arethusa” en Dogger Bank, con sir David Boatty; en Jutlandia, con sir David Beatty y sir Johan Jellicee. Y además de estos combates, que podríamos llamar populares, nuestro interlocutor tomó parte en una operación casi olvidada, y que sin embargo ha sido uno de los más heroicos atrevimientos de la marina inglesa durante la guerra: el raid mixto, naval y aéreo, contra el puerto militar alemán de Cuxhaven. Este raid tuvo lugar el día de Navidad de 1915.
Y he aquí la anécdota –anécdota de corazón– que nos fue contada:
– Llegamos a la vista de Cuxhaven a la hora fijada: cruceros, destroyers y palomares –los palomares son los buques transportes de hidroplanos–. Los aviones tomaron el vuelo y nosotros abrimos el bombardeo. El enemigo fue evidentemente cogido por sorpresa y todo marchaba a pedir de boca. Pero la operación era arriesgadísima y su éxito dependía principalmente de la rapidez con que la ejecutáremos. Para evitar un desastre, era necesario no perder un minuto.
Todo iba bien. A la hora fijada volvieron todos los aviones menos uno. Faltaba nuestro mejor piloto. ¿Qué íbamos a hacer? Los jefes no vacilaron un minuto. Esperar. Y esperamos diez minutos que nos parecieron diez horas. Pero nadie creyó que debiéramos marcharnos sin esperar.
– ¿Y llegó?
– Claro está que llegó. Imagínese usted ahora si no le hubiéramos esperado. Lo hacían prisionero los alemanes.
Lo que nosotros imaginamos es el peligro gravísimo que, esperándole, corrieron los militares de compañeros del aviador. Pero nos hallamos ante el corazón de la marina inglesa. Ese corazón que durante la batalla de Jutlandia hizo detener un destroyer expuesto al fuego enemigo para salvar la vida a un perro que había caído al agua.
“Los hombres y el espíritu de los hombres”
Mientras regresamos a Edimburgo, procuramos desentrañar del cúmulo de sensaciones una enseñanza. Acabamos de admirar el espectáculo de cien acorazados imponentes y el juego preciso y formidable de los grandes cañones. Acabamos de hablar con los hombres que dirigen los acorazados y los cañones…
Tiene razón Rudyard Kipling. De uno de sus discursos pronunciado ante hombres de mar, son estas palabras:
“Cuando todo se ha dicho, las corazas y los cañones no son más que batería de cocina. Lo que importa en primer término son los hombres y el espíritu de los hombres.”