(LA PUBLICIDAD, diumenge 22 d’octubre de 1916)
Íbamos a pasar un día entero apartados de la línea de fuego. El programa de la jornada incluía una visita matinal a la Estación Central de Aviación, y, por la tarde, visitas a la escuela de Ametralladoras, y a un campo de instrucción para la Infantería.
Para dirigirnos a O. en la región francesa de Flandes, donde la Estación Central de Aviación está instalada, nuestros automóviles, antes de desembocar en la carretera real, discurrieron con seguro instinto durante media hora por un laberinto de carreteras y caminos secundarios. Aquí el tráfico de guerra era casi nulo; la mayoría de las gentes que cruzábamos en el camino no llevaban uniforme. Atravesábamos un pueblo tras otro sin ver un soldado.
Sin ver un soldado y casi sin ver un hombre. En una de las poblaciones era día de mercado y entre la multitud que llenaba la plaza había que buscar deliberadamente a los hombres para descubrirlos.
La escasez de hombres es más evidente en los pueblos pequeños que en los grandes Burgos como Abbeville y Amiens, donde necesariamente hay un núcleo importante de funcionarios públicos y obreros empleados en las fábricas de la defensa nacional.
“En Inglaterra las pérdidas de la guerra son todavía algo individual; en Francia, el duelo es nacional”
Pero una nota casi desapercibida en el campo adquiere en las ciudades provincianas sombrío relieve: las gentes todas van vestidas de negro, y es inevitable el contraste con el recuerdo de Londres. En Inglaterra las pérdidas de la guerra son todavía algo individual; los más hablan con tristeza de las desgracias de los menos. En Francia, a juzgar por estas ciudades enlutadas, el duelo es nacional, y cada francés lo siente en la realidad próxima de su círculo familiar.
Aumenta el número de pintorescos molinos a medida que vamos penetrando en el corazón de Flandes, y después de correr un buen rato paralelamente a un canal –no hay obra de civilización más bella que un canal– llegamos al término de nuestra primera etapa.
En la Estación Central de Aviación se reciben de Inglaterra todos lo aeroplanos destinados al frente. O mejor sería decir que aquí llegan de Inglaterra todos los aeroplanos destinados al frente, porque en este año de 1916 la hazaña de Bleriot la lleva a cabo cualquier aviador de 18 años a las cinco semanas de haber comenzado su aprendizaje. Los aviones llegan todos por los aires a través del canal, en un par de horas, y una vez en la Estación Central son sometidos a los más minuciosos ensayos y difíciles pruebas, y sólo después de haber dado en unos y otros resultados satisfactorios, se mandan a los diferentes campos de aviación establecidos a lo largo del frente.
Por otra parte, de estos campos de aviación llegan constantemente a la Estación Central aeroplanos averiados en los diarios combates. La Estación Central de Aviación es, en una palabra, el centro de distribución y el taller central de reparaciones. En ella están, asimismo, centralizados los servicios fotográficos.
“¿Quiénes son de ustedes los que desean volar?”
A la cabeza de esta vasta organización está el comandante G., en tiempo de paz uno de los mejores y más atrevidos aviadores de Inglaterra. Él mismo nos acompaña a través de todas las dependencias –larguísima excursión–, nos explica en detalle cómo funcionan y para qué sirven los departamentos y, por fin, encontrándonos en uno de los ángulos de la pista, nos dice a boca de jarro:
–¿Quiénes son de ustedes los que desean volar?
Cuatro fueron, y yo uno de ellos. Sacaron de los hangars cuatro aviones, tres grandes biplanos y un diminuto monoplaza Morane-Saulnier: un pájaro y tres palomares. Con gran contento mío me invitaron a subir en el pájaro. Me dieron un abrigo de piel de oveja y un casco de cuero; me sujetaron a la navecilla con un ancho cinturón. Subió el piloto al asiento delantero. Púsose el motor en marcha con gran estrépito, y el monoplano comenzó a arrastrarse. El ruido aumentaba de segundo en segundo, y la hélice giraba cada vez con mayor ahínco, hasta que se hizo invisible y el avión se desprendió del suelo. Y volé. Subí a dos mil metros de altura. Vi cómo la tierra se apartaba de nosotros, cómo Se desplomaba, casi, y a través de las opacas y frías nubes, mi piloto –delicada cortesía– me obsequió durante la lluviosa mañana con un soberbio baño de sol.
Me parece distinguido suprimir toda introspección. Describir la curva irregular de mis sensaciones aéreas, seis años después de Gabriel d’Annunzio y seis semanas después de don Juan Sujol, sería una falta de buen gusto que el lector erudito no podría perdonarme. Pero quiero anotar una sola de las impresiones recibidas, la más firme: fue una sensación “constante” de seguridad producida por el preciso y enérgico castañeteo de los cilindros del motor. Sentí, como la primera vez que monté en un automóvil como al levantarme una mañana y encontrarme a bordo de un trasatlántico en el centro de una líquida circunferencia, que el hombre inteligente había realizado una vez más la adaptación perfecta del instrumento a la función.
Y al encontrarme de nuevo entre aquellos hombres para quienes ir de Inglaterra a Francia y salvar el mar de un vuelo es la cosa más natural y menos peligrosa del mundo, recordé con indulgencia y divertimento una de mis recientes lecturas. En la primera página de una bella y concienzuda biografía de Colón, su autor, Mr. Filson Young, nos representa un hombre ante el mar lanzando su mirada hacia el horizonte y levantándola para seguir el arco inmenso del cielo. La tierra era su reino familiar, el mar estaba abierto a viajero espíritu, pero el aire –dice Mr. Young– “ese elemento impalpable, no podrá conquistarlo jamás”.
Este libro fue impreso en 1906.
“Los automóviles nos dejaron en una hora a la puerta de la Escuela de Ametralladoras”
Después de almorzar en un excelente restaurante de O. y comer como sólo se come en aquella bendita tierra de Francia, los automóviles nos dejaron en una hora a la puerta de la Escuela de Ametralladoras.
Pero la descripción y reflexiones de la visita a esta Escuela y al Campo de instrucción para la infantería, que vimos después, no caben en unas cuantas líneas. Y entre alargar esta crónica fuera de medida o dejarla en su brevedad presente, me acojo sin vacilar a la segunda solución.
EUGENIO XAMMAR, Londres y septiembre de 1916
Una tria d’Anna Ballbona (@Aballbona)